¿Cuál es la característica más importante del adulto que acompaña el aprendizaje de un niño?

Es el adulto en proceso el mejor acompañante del niño.

En el camino de la educación, tanto el niño como el adulto deben entender el proceso de aprendizaje no como un mero acto de acumulación y transmisión de conocimientos, sino como una invitación continua y génesis de sí misma a descubrir y reconocer la potencialidad del ser. Esta postura se distancia de la noción tradicional que asume que el conocimiento previamente adquirido es el único habilitador del ser y de su hacer; es decir, que solo se puede actuar a partir de lo que ya se sabe. Más bien, es la consciencia de que siempre se puede aprender lo necesario, en cualquier momento, lo que verdaderamente empodera.

Cuando un niño se sumerge en su proceso educativo, lo fundamental no es la información que recibe, sino la percepción de su capacidad para aprender lo que desee, cuando lo desee y cuando lo necesite. El reconocimiento de esta potencialidad es lo que le otorga la verdadera libertad y habilidad para navegar su propio crecimiento. Este despertar no solo facilita el aprendizaje de nuevos conceptos, sino que también enraíza en el niño la convicción de que puede explorar y conquistar cualquier terreno que elija en su vida. Y este momento de realización debe ser, sin lugar a duda alguna, uno de los principales objetivos del proceso educativo de los niños. Esta comprensión está por encima de enseñar habilidades específicas como leer o sumar.

En contraposición, el enfoque educativo tradicional tiende a imponer una “mentalidad fija”, replicando contenidos y actividades de manera mecánica, año tras año, sin permitir variaciones significativas que fomenten el descubrimiento. Este esquema riguroso, donde la repetición se convierte en el eje central del proceso, estandariza tanto a los educadores como a los niños, anulando la posibilidad de que emerjan nuevas formas de entender el aprendizaje. Se enseña implícitamente a los niños que primero deben saber para luego hacer, lo cual no solo limita su desarrollo, sino que también perpetúa una visión estática del conocimiento.

Por otro lado, en el sistema escolar convencional, el profesor suele presentarse como una figura cuyo desarrollo y camino personal permanecen herméticamente cerrados para los alumnos, limitándose a transmitir el conocimiento que ya posee. Para el alumno, acercarse a los retos vivos del profesor, a sus intrigas o a su propio proceso de crecimiento, parece un pensamiento utópico. Además, si consideramos el papel de las neuronas espejo, que facilitan la imitación de las actitudes, se vuelve evidente que en un contexto académico convencional, donde el profesor repite año tras año los mismos temas, se imita una mentalidad fija. El resultado es un entorno donde el profesor experimenta 20 veces un mismo año, sin espacio para el descubrimiento y la innovación. Sin embargo, cuando un profesor adopta una mentalidad de crecimiento y comparte genuinamente su proceso con sus alumnos, ocurre algo transformador: los estudiantes no solo absorben el conocimiento, sino que también imitan las actitudes de apertura, curiosidad y evolución continua. Un docente con mentalidad de crecimiento propio inspira a los alumnos a ver el aprendizaje como un proceso dinámico y vivo, donde ambos, maestro y estudiante, se nutren mutuamente.

Permitamos que sea la consciencia de la potencialidad (de aquello que es posible) y no el conocimiento previo el mayor habilitador del aprendizaje.

Frente a este modelo, surge una comprensión diferente del rol del adulto en la educación. El adulto que acompaña al niño no debe verse como un ser terminado, como una fuente inmutable de saberes que ofrece respuestas preestablecidas. Por el contrario, el adulto que verdaderamente acompaña es aquel que se reconoce a sí mismo como un ser en proceso, un ser que, al igual que el niño, sigue aprendiendo, cuestionando y creciendo, y que comparte abiertamente su propio proceso con el niño. Es este adulto, que está en un constante proceso de descubrimiento, quien puede guiar al niño de manera más efectiva, mostrándole con su propio ejemplo que el aprendizaje es un camino interminable, lleno de posibilidades.

Este adulto en proceso no solo actúa desde su conocimiento, sino desde la consciencia de su capacidad para aprender y adaptarse. Al estar en un estado de crecimiento continuo, el adulto ofrece al niño la posibilidad de ser testigo de un aprendizaje compartido, un espacio donde ambos crecen y se desarrollan simultáneamente. Esta dinámica es esencial para crear una relación de confianza, respeto y mutua colaboración, donde el niño entiende que no necesita tener todas las respuestas desde el principio, sino que puede construirlas en el camino, junto a su acompañante.

La falacia de la respuesta correcta como camino para aprender. Ese mito limita el proceso de aprendizaje al establecer un único camino hacia el conocimiento, cuando en realidad cualquier respuesta, incluso las aparentemente incorrectas, puede ser válida para generar más preguntas y profundizar en la comprensión. El ser humano es una máquina inagotable de preguntas, y cualquier respuesta le sirve como punto de partida para formular nuevas interrogantes. En lugar de perseguir obsesivamente la verdad absoluta, debemos cultivar una curiosidad infinita. Si un niño pregunta por qué las flores son rojas y recibe la respuesta de que un duende las pinta de noche con témpera, esta respuesta no solo es válida, sino perfecta. Motivará al niño a intentar ver al duende, lo que dará lugar a nuevas preguntas y experimentos que, eventualmente, lo llevarán a descubrir verdades más complejas sobre la biología. Es a través de este proceso de preguntas y respuestas, siempre en evolución, como la humanidad ha generado conocimiento a lo largo de la historia.

Además, esta visión del adulto en proceso no se limita únicamente al ámbito del aprendizaje intelectual. Abarca también el desarrollo emocional y espiritual, donde el adulto reconoce (y comparte) sus propios desafíos y vulnerabilidades, y, al hacerlo, invita al niño a aceptar y abrazar su propio proceso de desarrollo. De este modo, el aprendizaje no se circunscribe a lo académico, sino que se extiende a todas las dimensiones del ser.

La educación, entonces, se convierte en un espacio de co-creación, donde el adulto y el niño exploran juntos la infinita capacidad humana para aprender, adaptarse y crecer. En este espacio, lo importante no es el conocimiento acumulado, sino la consciencia de que el conocimiento es una herramienta siempre disponible, una herramienta que puede activarse cuando se necesite. Esta es la verdadera libertad que la educación debe ofrecer: la capacidad de ver más allá de lo conocido y de creer en la posibilidad de lo que aún no se ha descubierto.

Es por esto que es perfectamente posible para un ignorante enseñar un conocimiento a otro ignorante.

No es el conocimiento previamente adquirido, sino la consciencia de la capacidad de aprender la que permite al niño y al adulto, como seres en proceso, afrontar el mundo con una actitud abierta, flexible y curiosa, listos para transformarse y ser transformados por cada nueva experiencia.

Es este tipo de mentalidad la que, como sociedad, necesitamos hoy.


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