La felicidad, esa palabra escurridiza que muchos persiguen como una meta, como un punto de llegada, es, a mi entender, un fenómeno relacional, un modo de vivir en coherencia con aquello que somos en nuestra biología, en nuestra historia, en nuestra cultura. No se trata de un estado perpetuo ni de una posesión, sino de una manera de habitar el mundo. Y cuando hablo de habitar, no me refiero solamente al acto físico de ocupar un espacio, sino a la posibilidad de co-diseñarlo, de transformarlo, de imprimir en él nuestra huella. Porque en el fondo, somos seres que nacemos para convivir, para transformar y ser transformados por los espacios que habitamos, tanto físicos como simbólicos.
Hace poco leía un estudio que hablaba de la relación entre las tareas domésticas, el éxito, y la experiencia general de felicidad en la vida en niños que hacían tareas domesticas. Otro similar hablar de la facilidad para experimentar felicidad en los adultos que hacían tareas domesticas. No se trataba de encontrar gozo al lavar platos o barrer el piso en sí, sino de la experiencia más amplia de sentir que uno participa activamente en el diseño de su entorno. Que no es lo mismo hacer que ser parte del hacer. En esa distinción se juega gran parte de nuestra comprensión del vivir.
Cuando alguien me dice que no es feliz haciendo tareas de la casa, pienso que quizá ha sido privado del contexto biológico y cultural que da sentido a ese hacer. No es que barrer el piso dé alegría por sí mismo, sino que nos conecta con una necesidad profunda: la de ser agentes en el diseño de nuestra cultura, de nuestra vida compartida.
Porque somos, irremediablemente, seres culturales. No como un adorno o una capa superficial, sino como un modo de vivir que se constituye en el lenguaje, en las prácticas, en los gestos. Desde las primeras pinturas rupestres hasta el orden de nuestra sala de estar, hay una pulsión común: dejar una huella, configurar un mundo que sea expresión de nuestra presencia.
Y esa necesidad de configurar el mundo no se limita al arte ni a las grandes obras. Se encarna en lo cotidiano: en poner una flor en un florero, en limpiar una mesa, en recoger los calcetines del suelo. El espacio nos configura tanto como lo configuramos. Un hogar caótico no solo refleja desorden, sino que moldea las relaciones, las emociones, las posibilidades de encuentro. Un espacio cuidado es una forma de cuidado mutuo, una expresión material del amor.
Por eso me incomoda profundamente la idea de delegar permanentemente estas tareas a alguien más. No porque no valore su trabajo, sino porque creo que al hacerlo, nos despojamos de una fuente vital de humanidad. Cuando tenemos una persona que limpia por nosotros, dejamos de tocar con nuestras propias manos la textura del vivir. Perdemos la oportunidad de enseñar —y de aprender— esa danza sutil entre disciplina, goce y responsabilidad.
No se trata de moralismos, sino de comprender que nuestra participación activa en el cuidado del entorno es también una forma de cuidar de nosotros mismos. Cuando un niño lava un plato, no está simplemente cumpliendo una obligación: está entrenando su atención, su sentido del detalle, su capacidad de hacerse cargo. Ese gesto cotidiano es la semilla de una cirugía bien hecha, de un diseño arquitectónico claro, de un vivir responsable.
Y no es casualidad que los niños encuentren más goce en jugar con las herramientas reales del mundo adulto que con juguetes artificiales. Porque en lo profundo, quieren participar de la cultura, no solo reproducirla, sino recrearla. Quieren imaginar desde lo real, no desde la fantasía que otros diseñaron por ellos. Y aquí me detengo, porque siento que hemos confundido imaginación con fantasía. La imaginación nace de la experiencia viva, del tocar, oler, probar, desarmar. La fantasía muchas veces la reemplaza con imágenes prefabricadas, sin textura, sin cuerpo. Y así, sin darnos cuenta, dejamos a los niños sin alas, aunque los llenemos de superhéroes voladores.
Podemos vivir otra forma de cultura. Una en la que se celebre el hacer cotidiano como acto creativo. Una en la que cada miembro de la familia sea reconocido como co-creador del espacio común. Una en la que lavar un plato no sea una carga, sino una afirmación: estoy aquí, formo parte, cuido y me dejo cuidar.
Decía un arquitecto que no diseña casas, sino personalidades que emergen en los espacios que crea. Y yo diría que, como familia, como comunidad, somos también arquitectos de nuestras formas de convivir. El orden, la limpieza, la estética del espacio no son fines en sí mismos, sino configuraciones que nos abren o nos cierran posibilidades de relación. Un espacio puede ser nido o campo de batalla. Puede invitarnos al encuentro o empujarnos al aislamiento.
Y cuando nos comprometemos con ese cuidado —no como obligación, sino como expresión de amor— algo cambia. No hay cansancio en el amor cuando este se vive como una elección libre. El cansancio viene de la resistencia, de la expectativa de que no deberíamos estar haciendo lo que hacemos. Pero cuando asumimos el hacer como parte del vivir que queremos, el cuerpo se alinea, el corazón se aquieta, y la dicha aparece.
Porque la dicha no es el resultado de evitar el esfuerzo, sino de encontrarle sentido. Y en ese sentido está el germen de una vida más plena, más conectada, más libre. Una vida en la que el diseño del entorno es inseparable del diseño de uno mismo. Y en la que cada acción cotidiana —por pequeña que sea— se vuelve un acto de creación.
Termino con un pensamiento que me acompaña desde hace tiempo: todo lo que vemos, todo lo que nos ocurre, contiene la semilla para la dicha. Solo hace falta mirar con los ojos correctos. Y esos ojos se cultivan en el hacer, en el cuidar, en el convivir. Porque, al final, no se trata de lavar platos. Se trata de cómo queremos vivir. Y con quién.

Leave a Reply